A falta todavía de comprobar el alcance de la huelga general a nivel nacional, la impresión facilitada después de pasear esta mañana por Palma ha sido, en tanto que huelguista, descorazonadora: La normalidad ha sido y es la tónica a pie de calle. Los comercios, salvo muy contadas excepciones, han abierto sus puertas, ya sea pequeñas empresas como grandes superficies. Los bancos presentan una imagen de evidente normalidad. La práctica totalidad del personal administrativo de la Conselleria de Educació parece haber acudido a trabajar. Las paradas de autobús no registraban aglomeraciones.
Entonces, paseando en bicicleta por el centro de la ciudad, me han venido a la cabeza unas palabras que me dijo mi padre hará dieciocho años, a raiz de la huelga general de 1992, que fue más bien un fracaso. Mi padre, recordando la huelga previa, la de 1988, que consiguió paralizar el país y que el gobierno negociara, me insistió en que tuviera cuidado al salir a la calle. Por si se daba alguna situación violenta. En Santander, por aquel entonces, los trabajadores de los astilleros todavía tenían fuerzas, aunque mermadas considerablemente, y más que razones para protagonizar algo de jaleo.
Luego me viene a la memoria las recientes protestas en Grecia. Así como titulares de algunos periódicos alarmando a la población sobre posibles réplicas en nuestro territorio.
La comparaciones no dejan de ser odiosas.
Como educador, me pregunto qué les estamos enseñando a nuestros hijos con esta huelga. ¿Que el gobierno puede actuar a su antojo y que la objeción de conciencia, la protesta, están derrotadas antes de que tengan lugar? ¿Que lo único que cuenta es la resignación? Tiemblo de pensar en lo que está por venir. Y no sólo nos lo tendremos merecido, sino que además no tendremos derecho alguno en protestar entonces. Nuestro silencio nos ha condenado.
Entonces, paseando en bicicleta por el centro de la ciudad, me han venido a la cabeza unas palabras que me dijo mi padre hará dieciocho años, a raiz de la huelga general de 1992, que fue más bien un fracaso. Mi padre, recordando la huelga previa, la de 1988, que consiguió paralizar el país y que el gobierno negociara, me insistió en que tuviera cuidado al salir a la calle. Por si se daba alguna situación violenta. En Santander, por aquel entonces, los trabajadores de los astilleros todavía tenían fuerzas, aunque mermadas considerablemente, y más que razones para protagonizar algo de jaleo.
Luego me viene a la memoria las recientes protestas en Grecia. Así como titulares de algunos periódicos alarmando a la población sobre posibles réplicas en nuestro territorio.
La comparaciones no dejan de ser odiosas.
Como educador, me pregunto qué les estamos enseñando a nuestros hijos con esta huelga. ¿Que el gobierno puede actuar a su antojo y que la objeción de conciencia, la protesta, están derrotadas antes de que tengan lugar? ¿Que lo único que cuenta es la resignación? Tiemblo de pensar en lo que está por venir. Y no sólo nos lo tendremos merecido, sino que además no tendremos derecho alguno en protestar entonces. Nuestro silencio nos ha condenado.